El Covid-19, el cambio climático y la extinción masiva de especies nos están golpeando al mismo tiempo. Estas tres calamidades tienen un mismo origen: hemos desconocido que la naturaleza tiene un límite.
El modelo económico actual, abrazado por Chile y la mayoría de los países en el mundo, está poniendo nuestra supervivencia en riesgo. La mejor ciencia disponible pronostica que, de seguir en esta trayectoria, tendremos eventos climatológicos cada vez más extremos, más sequías e inundaciones, mayores olas de calor y frío, millones de desplazados climáticos, más incendios, nuevas pandemias, colapso de las pesquerías comerciales y la extinción de un millón de especies. Todo esto provocará más muertes que el coronavirus.
Debemos entender, de una vez, que el 2020 no fue el resultado de la mala suerte. No chocamos con un meteorito. Todo esto es la consecuencia de nuestras propias acciones. Hemos alterado completamente el balance natural en la tierra a través de la actividad industrial, guiados por líderes que postulaban religiosamente que el crecimiento económico ilimitado y rapaz era la única manera de alcanzar el desarrollo.
No queda mucho tiempo. Es indispensable reconducir nuestra vida colectiva y actividad política para enfrentar esta emergencia ambiental global. La pelea pequeña que vemos todos los días, los supuestos virajes hacia la izquierda o derecha, la demagogia, viven en un universo paralelo desconectado de cualquier perspectiva de largo plazo. No se hacen cargo de la real y grave amenaza de perder la casa en que vivimos.
Si queremos revertir esta proyección, debemos introducir cambios transformativos en la economía, el modo de producción de bienes y servicios, la política y nuestra propia relación con el entorno.
Primero, reconozcamos nuestra dependencia absoluta de la naturaleza. Desde la regulación del clima, la provisión de alimentos, la calidad del aire y la disponibilidad de agua, dependen de ella. Reconocer claramente que la naturaleza tiene límites y que es deber del Estado defenderlos debe ser un pilar de la nueva Constitución y la acción política, particularmente en su dimensión económica. Es la única forma de asegurar que nuestra vida y bienestar sean viables y sostenibles.
Esto implica, entre otras cosas, terminar con la sobreexplotación. El gobierno debe ser capaz de definir técnica y racionalmente los límites al uso de los recursos naturales. Los órganos del Estado deben ser fuertes para imponer orden entre los actores económicos que presionan por sobrepasarlos. Asimismo, debemos asegurar el derecho humano al acceso a recursos esenciales como el agua y el derecho de los pueblos originarios a sus territorios de vida.
Segundo, hay un estrecho vínculo entre medioambiente y justicia social. Los males de la sociedad se reparten de manera tan desigual como sus beneficios. El cambio climático impactará de manera diferenciada las regiones del mundo, las generaciones, los grupos socioeconómicos y los géneros. Los pueblos originarios ven a diario cómo se degradan sus territorios por industrias contaminantes y la sobreexplotación. Las “zonas de sacrificio”, donde se ubican todas las termoeléctricas a carbón, no están en balnearios de elite sino en medio de pueblos dignos, pero sin redes de poder político ni económico para defenderse de la polución que ahoga sus vidas y actividades económicas.
Si antes el crecimiento a costa de la destrucción del medioambiente era considerado un vehículo válido para superar la pobreza, hoy está claro que es más bien un biombo discriminatorio entre pobreza y riqueza. La “justicia verde” es una forma de reparar a los que sufrieron arbitrariamente los costos del crecimiento sin límites.
Un desarrollo justo y equitativo no enriquece a unos pocos y empobrece al resto, sino que mejora el bienestar general, presente y futuro, de todas las comunidades.
Tercero, los últimos lugares naturales salvajes que van quedando deben estar resguardados y libres de actividades extractivas. Los parques nacionales, en mar y en tierra, nos permitirán proteger la biodiversidad y enfrentar mejor el cambio climático. Pero también traerán beneficios económicos y empleos basados en turismo de naturaleza y mayores producciones locales.
Cuarto, ya no podemos tener industrias de tan alto impacto ambiental. Las termoeléctricas a carbón y las salmoneras, por ejemplo, dañan la naturaleza de manera constante y significativa, además de producir bienes que tienen alternativas sustentables. Estas actividades perjudiciales no tienen cabida en un mundo que necesita recuperar el balance entre economía y naturaleza.
Quinto, se requiere fortalecer el control social sobre la política y las industrias. Es evidente que los órganos reguladores y fiscalizadores de los grandes sectores económicos no han sido capaces de contener a las empresas reguladas o, en ocasiones, han sido cooptados por ellas. Las personas y grupos organizados deben gozar de mayor acceso a información pública, a la participación política y a la justicia, que son los derechos consagrados en el acuerdo de Escazú y que Chile no firmó. De esta manera, nuestra sociedad contaría con más herramientas para controlar la corrupción, las decisiones del Estado y el comportamiento de las empresas.
Por último, quizás lo más difícil, esta profunda crisis no se resolverá sin cooperación entre quienes pensamos distinto, pero que compartimos el mismo problema. No se trata de llenarnos de poesía ambiental o de acuerdos que no cambian nada. Al contrario, Chile requiere un proyecto común, transformador y duradero, que ponga la reparación de nuestra relación con la naturaleza en el centro de la política.